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Nadie vendrá a vernos

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El libro Nadie vendrá a vernos, cabalgó a lomos de esas rebanadas de la noche que se atraviesan más por terquedad que por valentía. Tomaba un gajo de madrugada y encima del teclado, aunque esto suene a cliché de escritor novato, daba cuenta de una historia que me había rondado por un tiempo, por un instante; en un reflujo de la memoria salía una narración y con fuerza descomponía otra. Veía que los cuentos fluían de un padecimiento que tengo de reconocer el mal gusto, casi hortera, del prójimo. Unos cuentos rondaron en la Moleskine y otros casi como un milagro nacieron del monitor en el Scrivener. Nadie vendrá a vernos quedó alineado en un periodo de cinco años. Ya no quise discutir con ellos.

Sé que este cuentario viene de la búsqueda constante de paisajes y espejos de la naturaleza humana, manipulados por el poder putrefactor de la inocencia.

El cuento, mi género favorito, al que procuro trabajarlo con el esplendor del joyero y con el artilugio del mago, (lo que necesita más práctica de laboratorio y reposo), hizo que los cuentos durmieran más tiempo en el océano de bits de mi ordenador.

Finalmente reúno en este libro esos cuentos que cierran un ciclo creativo donde comencé por el final, por las piernas. Un juego donde vinieron desnudos los personajes a posarse encima de mi hombro. "Allí pon esto, mira, no jodas, eres un patán": me gritaban, con la impostura y la protesta de todo personaje.

Cuando decidí callarlos con un "Oigan que esto no es una democracia" comprendí, de súbito, que todas nuestras desdichas provienen de la búsqueda de la felicidad.

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