El culto al cargo

En esa época atendía un viejo café en el centro de la ciudad. A media mañana, apareció un hombre que pidió un expreso doble y una pizca de sal. Lo distinguía una piocha rala y mezquina, en donde apenas se dibujaba un círculo peludo alrededor de la boca. Cargaba sobre el hombro una maleta de cuero que golpeaba su cintura. Con dificultad se sentó, sacó de su morral una libreta, se calzó unos lentes redondos y de su camisa de mezclilla tomó una pluma fuente que colocó en la orilla de la mesa.
Había ensayado una coreografía para hacer de su entrada un espectáculo. Le calculé alrededor de cincuenta años, no era viejo, pero las estrías de su cara lo dibujaban como un anciano. La pluma fuente quedó inmóvil. Era una vieja Montblanc que delataba que tuvo mejor suerte en otro momento de su vida.
Serví el expreso y lo llevé a la mesa. Cuando escuchó mis pasos tomó el cuerpo de la Montblanc y abanicó las hojas de su libreta. Hizo como que lo distraje de su trabajo. Me miró detrás de los cristales redondos y finos con aire de superioridad. Siguió con la mirada la pequeña taza de café que coloqué a un costado de la libreta supervisando que todo llegara a buen puerto. Carraspeó y acto seguido, dio un trago. Antes de dar la media vuelta y regresarme detrás de la barra, dijo una frase acerca del café que no alcancé a entender. Le dije perdón o algo así para que repitiera las palabras. Está en su punto, dijo más alto y claro, con un acento norteño.
Estuvo un par de horas y consumió un solo café. Yo pensaba en las pérdidas.
A partir de ese día, el hombre visitaba el café, puntual a la cita y desplegaba su ritual: tomar un café enano por tres horas diarias. Unos días sacaba libros, los hojeaba, y avanzaba poco. Otros días escribía en su libreta párrafos cortos.
Una mañana me llamó. Pensé que rompería el récord de beber un solo café. Oye mijo, me lo puedes apuntar. Mañana te pago porque apenas voy a cobrar el cheque de la pensión. Si, señor, no se apure. A punto de dejarlo en su soliloquio, me invitó a sentarme junto a él.
Abrió la conversación con una pregunta que me aburrió de entrada. ¿Te gusta leer? Por mi facha me han catalogado como ingeniero o arquitecto, y ha sido frecuente que supongan que soy un analfabeta funcional. Supuso que no leía o que tenía poco interés en leer, pero me confesó que le llamaba la atención que en ese café hubiera tantas revistas y algunos libros muy interesantes. Contesté lo que he contestado siempre. A veces leo.
Intentó entonces convencerme de que lo mejor del mundo era la lectura y despilfarró saliva con lugares comunes que daban con la frase manida: leer es maravilloso, una puerta a lo trascendental. Por supuesto, yo para él era un mesero iletrado al que podía salvar de la ignorancia y llevarme a la gloria de la sabiduría.
¿Ahorita qué lees? Me preguntó condescendiente. Una novela. Viaje al fin de la noche, de Céline. Miré como se fisuraron sus lentes. Las órbitas de sus ojos buscaron en su memoria alguna referencia del libro sin éxito. Una autora muy… autor. Lo interrumpí. El viejo no esperó que lo corrigiera.
Es que ahorita ando muy revuelto con tanta lectura. Tomó el libro que estaba en la mesa y me enseño la tapa. Rayuela.
Luego de charlar acerca de las maravillas literarias de Julio Cortázar cambió su percepción hacia mí. Ya no era nada más un mesero, sino un mesero con lecturas. Creció una amistad que se fue redondeando entre libros y tazas de café. Más tarde me reveló que él aspiraba a ser escritor. Que estaba en esas. Era economista de profesión. Dedicó media vida a la banca y a la burocracia. Ya jubilado, quemó las naves para hacerse escritor. El primer grito de guerra de su nueva vida era el outfit de intelectual. Cambió los trajes de gala por la mezclilla. El alcohol por una taza de café expreso al día.
En otra mañana me reveló que era viudo. Padre de una hija. Y ya sin empacho, me confesó que uno de los eventos más espeluznantes de su vida fue despertar crudo y polvoriento en el relleno sanitario. Había extraviado en su memoria tres días. Volvió a su casa y su familia lo llevó a alcohólico anónimos para sofocar lo que era un infierno. Llevaba diez años sobrio. Diez años arrepentido.
Un día llegó muy animado con sus escritos impresos sobre papel bond. Él tenía por consigna hacer una novela, pero ensayaba con el cuento o creía que el cuento, por la extensión era un ensayo para alcanzar la novela. Cosa que yo no iba a discutirle.
Hasta ese momento, yo era para Fidel un mesero letrado, por lo que suponía que podría ser un buen sparring de sus textos. Voy a publicar. Y con la costumbre de los talleres literarios me dijo, destrózalos.
Ante esas peticiones, me niego por convicción. Podía ser un lector amable, pero ser un crítico o corrector de estilo son vocaciones que respeto. Los críticos son como los malos vinos, que hacen buenos vinagres y los correctores de estilo siempre creen que corregir la plana es crear una obra. Fidel quería en el fondo una opinión. Y las opiniones, aunque están en la escala más baja de la reflexión, pueden ser mortales. Lo leo, pero no me pidas que lo destroce.
Así que lo leí. No sé de qué se trataba, solo me animé a decirle que estaba muy bien y que siguiera por ese camino.
Fidel tenía la edad para publicar lo que se le diera la gana.
Cuando terminé la lectura me miraba impaciente. Tal vez notó mis ojos perdidos en un punto indefinido del café, o descubrió algún gesto que pareció revelar mi decepción. Con una risotada zanjó el momento incómodo. Dijo que por lo menos se vestía y usaba una piocha para parecer escritor. Que ya era un avance. Que daba el punto. Dijo en voz pausada y ronca. Voy a las presentaciones de libros, a las exposiciones, a las ferias del libro, a los encuentros de escritores porque dan buenos canapés y les doy por su lado.
A mí me pareció que estaba siguiendo un camino completamente absurdo, pero para él fundamental.
No estoy diciendo que Fidel era un falso, solo que sabía jugar con el culto al cargo. Sabía en el fondo que nadie, o casi nadie se preocuparía por el fondo mientras cumpliera con la forma, el protocolo.
Hay una veneración al cargo que se dispara en estos tiempos de reconocimiento inmediato. Es la adoración por el protocolo y las formas. Basta con aferrarse a lo formal sin entender el contenido. Una mentalidad que atrofia por supuesto la reflexión. Vemos muchos cargos públicos y puestos en la burocracia en donde no es necesario ser un experto, ni siquiera tener un conocimiento elemental de la materia porque el cargo, el puesto o la investidura recubren las carencias y casi por decreto se convierten en un espantapájaros. Funciona porque dotan de un cierto poder y un rancio prestigio. Baste observar las pasarelas de algunos festivales de cine para principiantes, donde pesa más el halo del glamour de la alfombra roja que el montón de películas horrendas.
Una vieja conocida en un evento lleno de “formas” me dijo que no le llamara por su nombre, sino doctora.

El culto al cargo se refiere a la actitud de ciertas personas que, una vez que alcanzan una posición de poder o autoridad, se enfocan más en mantener esa posición que en cumplir con las responsabilidades y obligaciones que vienen con ella. Esta actitud puede manifestarse en una obsesión por el status y la jerarquía, la arrogancia, la falta de empatía hacia los subordinados y el abuso de poder.
Las personas que practican el culto al cargo pueden llegar a ser muy exigentes con respecto a su trato y su trato con otros, y a menudo buscan mantener una imagen de superioridad y control. También pueden ser muy defensivos cuando se les cuestiona o critica su desempeño o decisiones.
Desde un punto de vista lógico, el culto al cargo es una falacia, ya que se trata de una forma de razonamiento que no está respaldada por evidencia o argumentos sólidos. En lugar de evaluar a una persona por sus habilidades y logros, se le da importancia solo por su cargo o título, y se sobrevaloran los rituales sociales que rodean al cargo, sin importar el fondo o los resultados.
¿Fidel parecía escritor? no lo sé, pero manejaba el cliché.
Esta práctica lo llevó a codearse con otros intelectuales que le veían igual, que vestían igual, que hablaban de lo mismo y que escribía un poco. Fidel acabó en un programa de radio los domingos. Con sus nuevos amigos hablaba de política, de cultura, y poco a poco avanzó hasta un lugar insospechado. Comenzó a arengar en un púlpito invisible de la radio para promover historias desgarradoras de alcohólicos anónimos hasta que lo echaron de la estación.
Sus visitas al café fueron esporádicas. Quedó estancado en su novela. Editó una revista política con sus amigos, otros jubilados de las letras que hallaron una veneración, otro culto que les daría mejores dividendos. La crítica política. En poco tiempo acabaron, unos demandados y otros encarcelados.
Fidel se reinventó. Convocó en el periódico a las parejas solitarias de la ciudad a unirse a un club de corazones rotos. Abandonó mi café y se quedó con un grupo de ancianos que buscaban su media naranja. Fidel siguió con su facha de escritor diciendo que estaba escribiendo una novela, que publicaba en periódicos y que tuvo, por supuesto, un programa de radio.
Lo trágico de la historia de Fidel es que ninguno de los formalismos influyó sobre su éxito o fracaso literario. Fidel nunca escribió la novela o por lo menos ninguna novela conocida. Murió en su casa, imagino que, con una piocha, una camisa de mezclilla y un morral de cuero.