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El 90% de todo. Ley de Sturgeon


En una tarde inusualmente tranquila, mi esposa irrumpió en mi rutina con una sorpresa: boletos para un ballet estadounidense en el festival Cervantino. La idea me golpeó con desgano, la perspectiva de viajar al auditorio y sacrificar dos horas de molicie vital, atrapado en una butaca desgastada, viendo a desconocidos danzar en un escenario, no era precisamente mi ideal de una noche bien aprovechada. Pero por la armonía conyugal, y con un suspiro de resignación, guardé mis quejas para mí. Así, nos dirigimos al espectáculo, yo con una mezcla de escepticismo y curiosidad a regañadientes.


En el marco del Festival Cervantino, ya cabía el chantaje de que había una selección previa de grandes obras para presentarse en la ciudad. En esa selección, está de más decirlo, alguien experto en esas artes había curado la programación y por descarte se omitirían los espectáculos malos y se presentaría lo mejor para un festival internacional. En algún momento de la historia del Festival, alguien se le ocurrió traer al ballet Bolshoi. Calculé que la tarde no quedaría para el olvido y presenciaría un baile divertido.


Paso de ser crítico de arte; soy simplemente un espectador, parte del público. Fue decepcionante, la verdad, ver a cinco bailarines vestidos con simples playeras negras, realizando su acto en el suelo. La única fuente de luz era una lámpara solitaria, parpadeando caprichosamente y lanzando sombras danzantes sobre el escenario. A los siete minutos, un vistazo a mi reloj confirmó mi creciente inquietud. Los cinco bailarines, atrapados en su mundo, repetían sus movimientos en un ciclo constante, recordándome un bucle digital interminable. El escenario, antes un lienzo de posibilidades, ahora parecía un espacio estrecho y limitado.


Supe que todo había llegado a su fin cuando aparecieron todos en el escenario y reclinaron su cuerpo para recibir el aplauso. Debo decir que el público generoso les aplaudió y con sonrisas parecían estar muy complacidos. A mi lado estaba Pedro, un viejo amigo matemático que me preguntó y se respondió al mismo tiempo. “¿Qué tal, muy bien no?” Asentí con un movimiento de cabeza.


En el auto, volví a plantear la misma pregunta, buscando en los rostros de mi familia alguna señal de su verdadero sentir. “¿Qué tal?” Les vi intercambiar miradas dudosas antes de responder con cortesía, “Bien, ¿no?” Sus rostros expresaban una mezcla de cortesía y desgano, revelando más de lo que sus palabras intentaban ocultar.



"No," les dije, "Acabamos de ver algo horrible, aburrido, oscuro y patético." Mis hijas y mi esposa se tomaron un minuto para reflexionar. "Sí, quizás solo el comienzo tuvo algo rescatable, pero el resto del performance fue monótono y repetitivo." Recordé entonces los bailables del Día de la Madre, con su dedicación palpable, creatividad, vestuario elaborado, y práctica intensa. "En esos eventos, sí que me divertía," añadí.


Este pensamiento me llevó a una reflexión más amplia sobre la calidad del arte y el entretenimiento en general. Me acordé de la Ley de Sturgeon, una teoría que alguna vez había leído y que ahora resonaba con fuerza en mi mente. Esta ley, formulada por Theodore Sturgeon, un escritor de ciencia ficción, establece que "El 90% de todo es basura". Cabe aclarar que esta cifra no es tanto una estadística precisa como una manera de expresar una verdad más amplia sobre la calidad en cualquier campo de la creatividad. Sturgeon propuso esta idea en respuesta a las críticas que frecuentemente enfrentaba sobre su género literario, reconociendo que, aunque el 90% de la literatura de ciencia ficción podría ser considerada de baja calidad, esto no era exclusivo de su campo; en realidad, se aplicaba a todas las formas de arte y producción.



Inicialmente, la afirmación de Sturgeon me pareció excesivamente dura: “El 90% de todo es mierda”. Así lo creí cuando me topé por primera vez con esta anécdota. Sin embargo, empecé a reflexionar sobre los libros que había abandonado tras apenas veinte páginas, las series y películas que descarté después de un solo episodio, los programas de software que dejé de usar casi inmediatamente, y hasta ciertas piezas musicales. Y, por supuesto, este pensamiento también me llevó al ballet que acabábamos de ver. Esta ley me proporcionó cierto alivio.


Durante mi formación académica, donde se trataba de darle un significado virtuoso en todas las formas de arte, siempre intenté hallar algo de valor, incluso en lo que no me convencía del todo. Recuerdo, por ejemplo, la primera escena de "La infancia de Iván" en una clase de cine: una secuencia prolongada que mostraba únicamente la carrera de un caballo acercándose a la cámara. Esperaba con ansias que llegara a su clímax, que ofreciera algo de acción, pero en lugar de eso, simplemente pasó de largo. Antes, solía pensar que el problema era mío, que no estaba entendiendo estos reconocidos logros artísticos. Pero ahora reconozco que no es una cuestión de mi educación cultural. Si una obra no me convence, aunque esté respaldada por la autoridad de un gran artista o por una planificación meticulosa como la que Tarkovski pudo haber dedicado durante diez años a esa secuencia, para mí no deja de ser un somnífero. 


Dice Dobelly que “Quien tenga en cuenta la ley de Sturgeon vive mejor. Esta es una exquisita herramienta mental porque te permite ignorar la mayoría de lo que ves, escuchas o lees sin tener que sentirte culpable. El mundo es una mera charla sobre tonterías, no es necesario que las escuches.” 

Estamos acotados por una gritería de productos y producciones de todo tipo que nos invitan estilos de vida, medicamentos, opiniones, noticias. El 90 % es una mierda. Las redes y los medios no es una escala para medir la relevancia, la calidad o el valor de sus productos. Son una salida.


La ley de Sturgeon me ofrecía una perspectiva más amplia, no solo para evaluar el ballet al que asistí, sino también para reflexionar sobre mi vida personal. Me llevó a pensar que quizás el 90% de mis preocupaciones diarias, mis ideas, mis sentimientos, incluso mis deseos, podrían no ser tan cruciales o significativos como creía. 


Es importante destacar que la Ley de Sturgeon no es una crítica negativa en sí misma, sino una observación sobre la distribución de la calidad en cualquier dominio. Allí está el arte. Seamos despiadados. No aceptemos cualquier cagada que nos ofrezcan.

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