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Historias irrecuperables

“Seguimos viviendo a modo de prueba; la existencia es sobre todo una experiencia. Más que una línea recta que conduce a una meta es un atajo que avanza por rutas sinuosas y recoge todos sus ciclos anteriores en sus anillos.”
Pascal Bruckner




Pasé seis meses rodeando los caminos de una historia como si corriera por un campo de púas metálicas. Hay muchas maneras de comenzar una historia y las filias y las fobias de cada uno, si les funcionan, está bien. En mi caso, cuando aparece una semilla para una historia nace el caos. Las ideas no las pesco de inmediato, no confío en las buenas ideas, porque en esencia no son nada. Las ideas las venden por centavos en el mercado Hidalgo, así que evito hostigarlas. Tampoco creo en las musas. Cuando aparece una idea para el próximo cuento, me alejo. Pero si en la próxima semana está allí, entonces voy por ella.


La historia a la que voy a referirme nació por un recuerdo de un viejo amigo de la primaria que quedó desmemoriado. Jugábamos veneno, un juego kamikaze que consiste hacer una fila india y una vez alineados, los participantes se toman de la mano para emprender una carrera hasta que el brazo más débil se suelta y por inercia, todo mundo se va de bruces.

Ese amigo se soltó de la culebra de niños y voló hasta chocar con un muro de piedra. Quedó herido con raspones y de su frente creció un chipote que le cubrió el ojo. Aterrizó en otro planeta sin articular palabra.


Era el tiempo en el que cursaba cuarto de primaria y apenas se formaban los amigos indiscutibles de la vida, por lo que muy pocos, o nadie llegó para auxiliarlo. En el fondo todos éramos culpables. Cuando salió de la dirección escolar con un vendaje en la cabeza quedó a la deriva. Mi yo justiciero de esa época apareció sin pensar. Di un paso adelante y lo acompañé a su casa, imaginando que eso sería una tarea fácil. No contemplé que yo no conocía su domicilio y que él no reconocía ni un camión de pasajeros.

Llevaba un zombi de la mano. El chichón crecía y aquel niño no dejaba de babear como un mastín. En todos los universos posibles, me veía cuidando a ese incipiente amigo, todo por sentirme culpable.


Encontré la casa luego de tres horas. Toqué la puerta y lo entregué a quien supuse era su madre. No me quedé a dar explicaciones, esas me las guardé para exponerlas a mi abuela que ya estaba muy preocupada.


En resumidas cuentas, desapareció por lo menos en el horizonte de mi infancia. ¿Qué le pasaría? Con esa pregunta nació un cuento que se descosió en una novela.

Una y otra vez arrancaba con miles de objetivos y metas. Varias noches colapsé con el pretexto de modificar la mira, el argumento. En el fondo me gustaba algo de la historia, tal vez el tema, o el personaje, pero no veía el final. Me dejé llevar por el impulso de la buena idea. Así que seguí sin control, anotando palabras, oraciones, escenas largas y aburridas. Confiaba que en algún punto donde converge la fortuna y una buena redacción se compondría la historia. No quería darla por muerta y asumir que estaba haciendo las cosas mal, sin planeación.


Contra la hoja en blanco me debatí varias noches. Miraba apenas una imagen lejana y borrosa, pero me aferraba a continuar porque con mis pensamientos cansados me gustaba, le tenía un cariño muy pendejo. Quería que el estilo le insuflara vida (que horror). Que una maroma de la forma narrativa hiciera todo el trabajo. Comencé la redacción formal en un estado de monotonía. Del cansado esfuerzo del deber.


Más de una vez quise tirarla a la basura. Pero en el contador llevaba ciento ochenta mil palabras y doscientas páginas. En el fondo eso era un desperdicio. ¿Un desperdicio? Soñaba e imaginaba todas las posibilidades y solo llegaba a la inconsistencia, a la flacura, al epicentro de un mal desarrollo. Pero no era suficiente. Había atravesado días y noches con sudor y sangre, esperando que tan solo la técnica o el talento pusieran un buen día los puntos y las comas. Trabajé como trabajan los ingenuos que creen que a fuerza de hacer borradores la historia tendrá reparación. A veces soñaba que amanecía con todas las respuestas. El tiempo invertido y mi convencimiento que era una gran idea (pero no una gran historia) solo me podía echar para adelante.


El miedo de tirar las largas horas de angustia era paralizante. Una conducta irracional, estúpida. Deseaba que con el pasar de los días, la historia madurara. Que un buen día amaneciera con otra lectura que cambiara mi malestar y así poder continuar hasta el final. Había invertido tanto… Decidí alejarme del trabajo de escritorio. Tomar distancia.


En una de esas comidas con amigos, uno de ellos sufría por su relación con su pareja. Iba y venía explicando todos los factores que echaban a perder su vida. La de ambos. Su relación era una de esas relaciones de continuos perdones e inicios insoportables. La mayor argumentación era que después de tanto tiempo no podría dejarla. Tantos días juntos, tantas horas y tanto que se invirtió con su pareja merecía continuar hasta ¿el final? ¿El final de qué?, me pregunté. Como si todas esas cosas que se entregaron fueran a dar dividendos. Como si existiera un banco de amor, al que acudes y depositas en la cuenta de ahorro y lo retiras cuando odias a la pareja para odiarla, al final de cuentas, menos. Su vida de pareja era una mierda, pero se resistía a cambiarla porque echaría a la borda todo lo que había invertido en tiempo y en dinero. Había en el fondo de su mirada, un deseo de revivir los recuerdos muertos. Bajo sospecha de que en la marcha hacia delante se perdió algo esencial y necesitaba encontrar su rastro. De esta manera, nos convertimos en los celadores del museo de nuestras vidas, en tristes visitantes de los cementerios interiores.


Volví a casa y encontré a mi esposa enfurruñada con un libro de Camus. Un regalo que le hizo un amigo y que con muchas ganas lo había recomendado como una obra imperdible. -Es aburridísimo, dijo. - Pues déjalo. No, ya llevo la mitad. Ni modo que lo deje así. -Pero si te estás torturando. -Ni hablar. Me miró de reojo, estuvo cinco minutos haciendo como que leía y lo cerró.

Al cabo de unos días, leí un artículo que trataba, del efecto Concorde, el ejemplo clásico de la falacia del coste irrecuperable. La falacia del coste irrecuperable consiste en justificar una decisión en función de los costos ya incurridos en lugar de evaluar los costos y beneficios actuales y futuros. Es importante tener en cuenta que los costos hundidos o irrecuperables ya no son relevantes para la toma de decisiones futuras, ya que ya se han gastado y no se pueden recuperar. Esta falacia del coste irrecuperable no solo conduce a costosas decisiones erróneas, sino también a errores desastrosos.

Esta falacia ataca cuando hemos invertido mucho tiempo, dinero, energía o amor en algo. Cuanto más se ha invertido, cuanto mayores sean los costes irrecuperables, más fuerte es la presión para continuar el proyecto.

Esta conducta irracional se debe a que la gente aspira a ser coherente. Con coherencia indicamos credibilidad. Las contradicciones nos parecen una atrocidad. Si cambiamos de opinión generamos una contradicción y reconocemos un error. Y lo más difícil es reconocer que nos equivocamos.

Leí por última vez el borrador terminado de la novela y en un duelo íntimo, con sus miles de sufrimientos, repasé las razones para invertir en la conclusión de algo. Tiré a la basura la mitad de las páginas. Lo que cuenta es el ahora y la estimación para el futuro.

Dice Pascal Bruckner que “Cada fiasco es un trampolín para un nuevo intento. La vida feliz es como el ave fénix, que se enfrenta a sí misma, consumiendo la forma que se ha dado a sí misma, brotando de sus antiguas cenizas para renacer sin cesar.”

Me sentí liberado. En la mesita de noche donde mi esposa leía a Camus, estaba el libro “Estas ruinas que ves”.

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