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La razón apagada





Las islas de la realidad contemplan espacios cerrados y oscuros a lo largo de mi día que me ponen en condición de espanto o de alerta. Son esas rocas del momento que se alzan punzantes entre el recorrido de la rutina gris, de la inercia, de los instantes que se pierden con movimientos o pensamientos mecánicos en ese presente finito. Esta idea no nació hoy, la puedo explicar mejor cuando en una tarde de invierno guanajuatense de 1980, en la cuarta fila de la escuela primaria Federal Ignacio Allende, llegó a la puerta la maestra Chofis con sus lentes ovalados y un peinado de salón para explicar la recta numérica mientras en su escritorio partía en dos sus palanquetas. En el ambiente mental solo estaba el salón rojo con una estética steampunk de la película Flash Gordon, asfixiado por la ola de soldados derribados como bolos de boliche. Esa recta numérica partía de mis pies y se largaba hasta vislumbrar un cielo volcánico en un punto indefinido de un pizarrón verde. Y todo el salón se desparramaba en suspiros, eructos y flatulencias que no entraban en el cuadro de Apocalipsis de mi incipiente aventura por mi generación X. De vez en cuando me asomaba a los trozos de realidad cuando Pérez Alonso intervenía para afirmar las sentencias de la maestra Chofis, para reforzar ese conocimiento o para abonar un granito de sabiduría al resto de humanos que quedábamos en el aula y que éramos tratados como unos subnormales. Volvía a imaginar que en la recta numérica de mi Apocalipsis, Pérez se hundía en un volcán en llamas y pasaba solo para mirar de lado cómo sus rastrojos hervían en un pozole radiactivo. En esas estaba, viendo hacerse cuajos a Pérez Alonso cuando, como una patada caliente, un aroma a mierda explotó en el oxígeno que respiraba y que me devolvió al salón de la primaria del que no tuve que salir nunca. Artemio López Bravo gritó, un "huele a caca" chillón y rabioso que me hizo revisar mis pantalones. Miró a todos y se convirtió en un sabueso en busca de droga; abrió las fosas nasales y saltó de su pupitre persiguiendo el hilo aromático de la mierda hasta que dio con el culpable. No levantó la cola como esos perros, pero con odio, apuntó con el dedo a Jeremías, hundido en el pupitre con su vergüenza.

Con la razón apagada, el caos le ganó la partida a la autoridad de la maestra Chofis; unas niñas gritaban, otros se levantaban en el mesa-banco para ver con claridad la cara de Jeremías pudrirse de impotencia y los compañeros aderezaban su saña al reír a carcajadas, otros, con gran actuación simulaban un vómito invisible. En ese instante la isla de la realidad apareció como un iceberg. Me di de cara, de frente, contra esa roca de realidad de la maldita pena ajena. Quedé pasmado y ya sin querer mirar ni de reojo a Jeremías. La cuota de varazos y golpes con el anillo de la maestra Chofis, nos echó del salón para quedarse a solas con Jeremías. El maestro Juan Antonio, del 5 A salió al rescate y nos llevó al pórtico. Cuando todo estuvo bajo control, volvimos al salón y no había ni rastros de Jeremías, ni de peste, ni de mierda.

Quedé parado en la punta del volcán de la isla, de la realidad que me dejaba seco ante los chistes vulgares de los compañeros, de la crueldad animalizada, de la razón apagada. El chico había pasado por todas las burlas conocidas. Aún absorto entre el velamen de mi isla de la realidad, miré cuadro por cuadro los rostros de una pelotera de escuincles que se movían siguiendo un fantasma diluido entre el escarnio sañudo. Escuchaba los comentarios en voz alta, las risas entrecortadas y las mentiras de una imaginación sanguinaria que deseaba ver al otro humillado y derrotado. En mi isla de aquella época solo pensaba que eran unos caníbales sin sentimientos, que merecían verse al espejo para notar sus miserias y entonces apagar el escándalo de sus risas.

El choque con el hombro del Tetos me hizo descender de la isla hasta surfear en las aguas convulsas de la pelotera. Tetos me mostró su dentadura sarrosa para provocarme una risa cómplice. Le sonreí ya sin razón y caí en la corte de los cómplices que sonríen con sus dientes cariados y su halitosis frente a los chimuelos.

No pude dormir bien ese fin de semana, pensaba en la pena de Jeremías. Me molía mi vergüenza ajena. Hasta el lunes siguiente, cuando en fila india, luego de los honores, entramos uno a uno al salón de clases, la cobardía (que es una bruma verde del anonimato) de la muchedumbre dejaba afinar una sonrisa. Pero todo fue silencio. Con el rabo del ojo miré al pupitre de Jeremías. Estaba allí, con la mirada teledirigida al pizarrón, se aislaba del resto (supe que estaba en su isla de la realidad. Pesada y cruda) para seguir con la vida y vencer al populacho malsín.

Los días del resto de la primaria siguieron aderezando pedazos a la anécdota de Jeremías el cagón hasta que desapareció en la secundaria. Los días en mi vida con él siguieron en un témpano polar y duele reconocer que lo vi con pena y conmiseración, porque me trepaba en mi isla de realidad, porque no quería herirlo o quería borrarlo todo, porque vi de pronto a un niño hostilizado que no quería ser yo. Algo que no merecía el chico. Su rostro no fue igual, a pesar de que compartimos miles de partidos de basquetbol y en el fondo ambos queríamos olvidar el asunto, su faz se hizo adulta y la convivencia lejana. Había entre nosotros una razón apagada porque yo no podía evitar el miedo de mis 10 años a que, en un momento inadvertido, se cagara de vuelta en los calzones.

Esas islas de realidad, que aparecen en mi océano embravecido, me hacen salir a flote. Pensé, en un momento, que cuando la madurez nos arrojara al jardín de la realidad, el resto de los mortales viviríamos en un continente de razón, sin embargo, los embates de la fantasía virtual de hoy en día, nos oponen y nos hostilizan. La mierda flota entre las mentiras de las redes sociales, entre las divisiones ideológicas y el enojo por creencias y apegos para tener la razón; si creo no tenerla, la arrebato. Hay una razón apagada y embargamos la conciliación para dar paso a la violencia emblemática de un siglo con enormes posibilidades de comunicación y paradójicamente más confundido y peor comunicado.

Exploro a diario mis islas de la razón y comprendo con felicidad que en este mundo aún hay esperanza a pesar del olor a mierda.


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