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Memorias de la meritocracia 1

Hay muchas cosas en la vida más importantes que el dinero. ¡Pero cuestan tanto!
Marx, Groucho.


Ramón Villegas, alias el bulldog, fue mi primer enemigo metafísico con el que tuve que pelear en condiciones desiguales. Él era maestro de inglés. Yo era un quinceañero. Libré una batalla en la que tuve que medir pulsos por un equilibrio metafísico y marxista que desconocía hasta el momento y que me transformó para siempre.

El Bulldog me odió de inmediato. Nació su repulsa hacia mí, nomás traspasé el umbral del salón de clases. Recuerdo que eran las peores lecciones de inglés. Horas desperdiciadas donde rayaba las libretas y me esforzaba por entender los ejercicios de escritura con inútil afán. No puedo echarle toda la culpa al estúpido Bulldog, también le debo mi pésimo inglés a la educación laica gratuita y obligatoria y al glorioso movimiento del rock en tu idioma que echó a perder mi interés en conocer lo que decían las canciones en otra lengua.

Lo que iba a aprender, no era nada académico, sino una lección marxista groucheana: Una batalla que desde entonces me viene persiguiendo como un perro rabioso.

Ingresé a primer semestre de preparatoria luciendo mi corte a rape como el símbolo incontestable de un triunfo arrollador en el examen de admisión. Lucir la cabeza pelona era la marca de los pocos elegidos que alcanzaban los mejores puntajes de ingreso. Creí entonces que esa discusión ya estaba saldada. Pero fue mi error. Confiar en la tan alabada meritocracia.

Luego del primer mes de sus clases insufribles, recitó uno a uno los nombres y las calificaciones de todo el grupo de púberes con ansias paranoicas de sumar un número extraordinario a la vida, para escalar a la cima del éxito. Llegó a mi nombre. Carraspeó. El escaneo de su mirada duró más de la cuenta. Y una vez que me enfocó, dijo, con una sonrisa de medialuna: - ¿Por qué le quita el lugar a los que necesitan estudiar?, usted no lo necesita García. Mejor váyase a atender los comercios de su mami.

Acto seguido, recitó mi calificación reprobatoria arrastrando su sonrisa por el aire intoxicado del salón. Sentí una parálisis helada en mis manos. No esperaba aprobar de ninguna manera, lo sabía; pero la frase sádica quedó tatuada con alambre ardiente en la calva orgullosa.

Atacaba a otro sitio que no era el académico, sino el personal. Sonreí en medio de la confusión y supe, en una Epifanía que no, jamás renegaría de mi origen. Ni tendría que pedir perdón por mi existencia o mi vida. Tampoco lograría compadecerme de su triste historia que pudiera reservarse para un melodrama de esos de Pepe el Toro que explicara la ideología del mexicano y la lucha de clases.

Salí de la escuela y descendí hasta la Alameda preguntándome qué le había hecho para que en un sucio revés, tratara de humillar a un muchacho de quince años, que siguió las reglas de admisión, las cumplió y estaba inscrito en la institución con honestidad. Ninguna razón clara iba a encontrar entonces porque todo venía del odio y el lugar común.

Dos días seguidos temí por el siguiente encuentro. En un momento consideré la opción de renunciar a esa materia, más por no darme de frente con ese maestro que por darle la razón. Le temía. Era desagradable. Estatura baja, tirando a enano, con cara ancha y voz ronca que desafinaba los oídos. Un bulldog.

Entré a la siguiente sesión de inglés. Allí estaba al acecho. Una sonrisa helada. Mirada seca. Belfos parlanchines y la voz ronca, con amplificadores y bajos. Me fui a sentar hasta el fondo del salón, en la última fila. Camuflado entre los cuerpos de mis compañeros y con la cara fija al pupitre. Pero la cacería siguió. Cada vez que podía lanzaba dardos envenenados. Popis, fresa, pudiente…

A ver García… lanzaba el arpón para que me tropezara en la respuesta. Acomodaba el tema para reprocharme alguna estupidez acerca de… si, los ricos y los pobres.

Tartamudo, sólo dije alguna cosa para salir del paso y que la atención se fuera hacia otro lado del aula. La decencia me estorbaba.

Salí de clase y me pregunté: ¿Le estaba quitando la oportunidad a alguien más?, ¿Tendría que avergonzarme porque nací en una familia de comerciantes con una ética de trabajo?, ¿Tendría que sentirme mal por la culpa cristiana de otro imbécil?, ¿yo era responsable de sus traumas de explotación al proletariado?, ¿yo era el culpable del mito del pobre pero bueno y honrado?

No. Me quedaba claro. Aceptar sus acusaciones, sus percepciones mediocres sería aceptar que todos los méritos se reducen a un cheque al portador. Aceptar el supuesto de que el dinero todo lo compra porque todo es corruptible. Aceptar su postura era acreditar el descrédito para todas las cosas que hiciera por mis pulmones. Combatiría entonces la descalificación fácil.

En la siguiente clase de inglés, llegué con anticipación y me senté en la primera fila. Sabía que eso lo iba a sorprender. Llegó el hombre y cerró la puerta. Me observó como quien ve a un borracho orinado y enseguida plantó esa sonrisa suspicaz para comenzar el ataque.

- ¿Qué pasó García, ahora también le va a quitar el asiento a sus compañeros que aprovechan la escuela? Usted que es rico… dijo paseando la mirada por el grupo para reunir cómplices en el linchamiento público.

- ¿Y? -Le contesté con un grito alargado. ¿No te jode?, ¿Cuándo le quité su dinero? A mí no me da pena. ¿A ti?

El Bulldog se le cayó la panza hasta debajo de los genitales. Quedó desinflado. Miraba los gestos de los compañeros para encontrar una respuesta sañuda.

-Yo pasé a la prepa por mis huevos y tengo el mismo derecho a sentarme donde sea- y froté la calva orgullosa.

Le hice pasar un puño de clavos por la garganta. Las mejillas coloradas y el hocico babeante echaban espumarajos. -Sálgase de mi clase-. Remató con una vocecita delgada. Respiré hondo sobre la nata de silencio suspendida en el aire. Caminé despacio con temblores en la rodilla hasta el pasillo y cuando me perdió de vista me incliné para recuperarme de la taquicardia.

El Bulldog me retiró el habla el resto del semestre y con descaro aprobé el curso.

No lo volví a ver, pero su espíritu se manifiesta de formas misteriosas. Los que odian gratis. Los fementidos. Los traidores. Los acomplejados. Los que esperan verte en el piso sin meterte el pie. Los que creen que el talento se compra.

Del Bulldog aprendí lo que dice el Talmud: la mejor venganza es la felicidad.

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