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Sesión de despedida


Al cabo de un rato cerró los ojos y quedó su rostro en una burbuja de humo de mi cigarro. Los lentes se empañaron con la taza de café humeante y solo dijo: ¿cuándo comienzas a filmar?

Entonces imaginé la lista de tareas y las cuatrocientas cosas que debería organizar para diseñar el video de un desconocido que iba a contar su vida a otro extraño. Las ideas vacilaron por una breve capa de almidón entre mis dedos, sobre la pálida rama de un árbol seco. Lo había mirado con atención hasta que esa pregunta la lanzó sin remedio como un aguijón caliente. Agrio, al borde de una nata de caos, me quedé varado entre el silencio incómodo.

Contar la vida de cualquiera es un género que se cuece con leña verde. Es un difícil arte que sortea los linderos de la vida con las burbujas de las filias, los grumos de las fobias, las humeantes vergüenzas, los vacilantes laberintos de la memoria que llevan a puertas cerradas que escapan a una historia

Nacer, crecer, reproducirse y morir. Del portal de vientre de nuestra madre hasta el portal de la tumba, está el fragor de miles de historias o quizá sólo una, contada cientos de veces. Lo miré sin advertir el bombazo de su pregunta, sin entender, gracias a la soberbia del día a día o de la arrogancia que nos hace creer que somos inmortales, que no quedaba tiempo.

La escena me pasmó y un silencio paralizante y ruin me pegó con un gancho a la realidad. "según los médicos, tengo dos meses de vida"


Calculé mi respuesta para salir del paso. Frente a mí estaba un sobreviviente como todos los que respiramos este planeta, con la única diferencia que él, contra todo pronóstico, conocía los pormenores de una aproximada fecha de caducidad.

Pensé de inmediato en mi agenda desordenada, en mis apuntes para un proyecto mejor; en los próximos deseos que se arrancan y se olvidan porque creo que tengo tiempo. Vio mi perturbación. Mi tristeza. Mi desaliento asomando por los poros. Él todo lo tenía claro, pero, sobre todo, planeado. Entendí esa frase gastada de tener los días contados. Y también comprendí que en ese instante de la vida las mentiras son más mentiras y aparecen como un barco en el desierto.

No había tiempo de producir un video memorial, por todas esas cuatrocientas cosas de producción en las que se dedica, sobre todo, tiempo. Pero no pude enfrentar la verdad por motivos pudendos. Por vacilar con la esperanza, por confiar en el optimismo que salió a flote como un perro rabioso. Aunque en el fondo, me estrujaba que él tuviera razón. Él, un joven con el que apenas cruzaba mi primera conversación de cara y frente, acababa de ponerme contra las cuerdas de un ring imaginario. Lo conocía sobre todo por las historias de Merit, por el cariño que se convirtió en un gran amor, de esos amores eternos. Entonces sólo tenía en el aire un espíritu inimaginado de lo que es un luchador.

Ángel murió luego de un mes.

Más tarde, los días transcurrieron con el apremio necesario para poner cosas importantes en un lugar casi distante, el lugar frío y soberbio de un pensamiento inmortal. El trabajo, los pendientes, las labores. Una gala del dispendio de la vida. Un sábado apareció la noticia de la muerte de una vieja amiga y entonces el sabor amargo de la despedida postergada no hizo más que dejarme entre una espesa cama de clavos. Lidia había muerto. Ese era el resumen que orbitaba en mi mente pero que de momento no entendía la sintaxis, la lectura de la oración que dan los pésames glamorosos en el Facebook, porque el nombre se combinaba con un pedazo de mi vida, de mi historia, de mis recuerdos y así, de un plomazo perdía un trozo de mi infancia en el rubor de mi memoria, en los sesgos del recuerdo, en la última imagen de una amiga entrañable.

Los amigos son temporales y aparecen en capítulos honrosos de nuestra vida. No son para siempre, (esa es otra idea arrogante), son inspiradores y viven en el presente, si, en ese presente finito, porque en un momento dado, en un vuelco del azar, vamos quedando como gratos momentos llenos de amor en el cajón de las fotos lejanas; quedamos como recuerdos de un instante querido, de un pedacito de corazón. Tal vez algunos personajes rompan la barrera del tiempo, de los pretextos, de la arrogancia del después llamaré, del luego me pongo a mano, de la procrastinación de la amistad, pero otros no, otros amigos quedan impávidos en etapas y épocas y recuerdos queridos y allí se momifican. Un tiempo que ya no es. Un tiempo que no se puede echar atrás.

Reconozco que soy un hombre de muy pocos amigos. Solitario a secas. Celoso de la amistad. Pero seguro que un día, en ese momento, en ese instante los amé con furia y con arrebato. Así que la muerte de Lidia me trajo una oleada de instantáneas de la felicidad cuando era un niño; cuando atravesaba la secundaria, cuando, en ese momento lo más importante era la amistad y la pertenencia a un grupo. Pues eso, en nuestras reuniones, nos agitaban charlas y sueños y anhelos y proyectos a largo plazo.

No recuerdo qué sueños tenía, aunque eran compartidos. Espero que haya tenido una vida plena y llena de amor; no merecía menos. Recuerdo la última imagen de Lidia frente al café de mi casa. Estaba allí, enamorada y feliz en una cita con un chico. Nos sonreímos y la saludé con recelo. No quise interrumpir la escena "privada" en un sitio público. Y ya. Nada más. Nuestros caminos no volvieron a cruzarse y sí me presionan, no encuentro el momento donde la amistad fue diluyéndose entre el vaivén de los días. Así noté como se han diluido muchas personas que se quedan en el estanco de mis recuerdos. En el espacio casi mortal de no procurarnos, aunque la arrogancia y la pedantería de creer que viven en algún sitio del mundo los hace más vivos, pero también hay un extraño olor a muerte, a olvido. Estoy seguro que muchos de mis amigos no recuerdan mi voz. Suponen que vivo en algún sitio y ahora gracias a las redes sociales, parece que sabemos o conocemos del otro. Y eso está bien, aunque para mí es una falacia. En las redes sociales no revelo nada cercano a la realidad en la que vivo. Tal vez de cuenta de lo viejo que estoy o lo calvo que me veo, y ya. La vida pasa. No será posible ver a los compañeros de la infancia con el vigor de los trece años, las aficiones de los 13 años o las filias y las fobias de ese tiempo cinerario. Ruego que no. Pido que no. Mejor que estas cosas nos pongan en nuestro lugar.


A lo mejor hallamos las etiquetas que una vez pusimos a las personas, pero así, con etiquetas van viviendo en un rescoldo de nuestro camino a pesar de ya no ser los mismos.

Supe entonces que ya hay vacante en el trabajo que dejó Lidia. Y eso duele, apenas le están rezando los rosarios. Y entonces viene el golpe bajo. La vida nos hace reemplazables y creemos que un estúpido trabajo nos consolidará como seres humanos. Nos dará reconocimiento. Nos subirá a un pedestal. Nos pintará de personas exitosas. Nos hará un monumento. Nos lanzará al salón de la fama inmortal de los trabajadores de tiempo completo que cumplen con el deber del deber. Nada más ilusorio y así, de plano: pendejo (otra vez arrogante) porque dejamos a la familia, a los amigos, a los momentos queridos, lo único que tenemos, por una meritocracia fallida.
En ese error, en ese clic que sonó al leer la esquela de Lidia, le siguieron todos los tambores de la infancia; esos fragmentos de las escenas en el filme de mi vida que me hicieron el hombre que soy ahora, en la persona que repercute en este presente y entonces, resumido, mejorado, con los errores a cuestas y las virtudes veniales, vive el presente recolectando los momentos de felicidad que rodean las dificultades y los sueños.

Allí, en ese páramo de historias, están los pocos viejos y empolvados amigos que pertenecen a una historia íntima. Y suena la palabra gracias. Eso me hubiera gustado decirle a Lidia. Gracias.

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