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Tumbas del éxito



Una mañana de agosto me levanté de la cama, me calcé los zapatos deportivos y salí a caminar al parque. Estaba abatido por mi molicie, por la falta de ejercicio. Entraba en los 35 y el deporte se había alejado por la ventana. Cuando me integré en la pista que rodeaba el parque, me sumé a la hilera de paseantes. De mujeres y hombres que caminaba y trotaban sobre la arcilla. Sentí que mi panza rebotaba, los pliegues de mi estómago subían y bajaban. Concentrado en todo lo nuevo, trataba de emular a los deportistas, los atletas que andaban a sus anchas. Unos flexionaban las rodillas, otros estiraban la espalda.

Los corredores experimentados parecían flotar. No sabía cómo integrarme a ese ambiente. El primer enemigo era mi cuerpo que me embestía contra mi voluntad, contra mi respiración, contra mi propio espacio. Di una vuelta de calentamiento. Me avergonzaba mirar a los ancianos que me rebasaban sin problema. Los de mi edad circulaban veloces, ágiles. Apreté los dientes y cerré los puños. Me lancé en un trote suave, pero ruidoso. Las llaves de la casa tintineaban en cada rebote, sentía el peso de mi cuerpo chocar con el piso. Las mejillas se despegaron de mis pómulos. Todo estaba fuera de su lugar.

Corrí hasta quedarme sin aire. Apenas unos doscientos metros. Caminé para recuperar el pedazo de vida que había dejado en la ruta.

Decidí terminar mi primer día de entrenamiento vencido por el tiempo. Cuarenta minutos. De vuelta a casa pensé, sobre todo, que era un fracaso deportivo.

Mi talla y mi altura no eran de un keniata que atravesara las calles a paso ligero y veloz; mi condición física era patética, las rodillas me dolían, el aire se acababa en cada zancada. Sabía que el billar daría mejores dividendos para mis aspiraciones deportivas. Al llegar a casa todo estaba resuelto: volvería a intentarlo.

Así recuerdo ese momento en que decidí ir a ejercitarme libremente, sólo por salud. Por el bienestar. Conseguí después de eso atravesar varios umbrales, el primero y el más difícil, los pasos que van de la cama a la puerta de la salida. Despertar y quemar las naves. No hay retorno, así me arrastrara iba a cumplir mi meta de 40 minutos diarios de ejercicio.

Luego vinieron otros, es consecuente que el cuerpo responda, tenga condición física, haga maravillas mejora de respiración, mejora cardiaca, mejor rendimiento, la salud. Cambié el tiempo y conseguí mirar la distancia, la resistencia, cubría carreras diarias de 7 kilómetros, y así seguí con mi rutina cerca de un año. Ya saludaba a los corredores, miraba a los primerizos romperse en pedazos. Los primeros días del año crecía el número de deportistas que se habían trazado objetivos para bajar de peso y luego en febrero, ya no los volvía a ver. Una rutina, un hábito creció así, silvestre.

Las cosas se pueden dejar así, nomás, silvestres. Pero la vida y la oleada de mi sentido del éxito me lanzó a probar un bocado muy amargo. Competir. Una oleada de moda donde cualquiera podía inscribirse en una carrera y contender para sacarse la foto. Así lo hice. Calculé que me vendría bien una carrera de fondo de 10km a lo que enteré todo el protocolo para hacerme un corredor de verdad. Puse todo mi empeño y todo falló. A mitad de la carrera comenzó a darme un calambre en el estómago. Quizá fueron los carbohidratos, la poca experiencia, las fallas de mi zancada y el ritmo de carrera. Llegué entre los primeros 300 corredores de 550.

Revisé los desaciertos. Allí estaban los errores, la lluvia torrencial, la ruta siniestra, el dolor abdominal. Todo lo que podría componer en la siguiente competencia. Así ocurrieron más de veinte carreras donde calculaba una u otra cosa que había generado el desastre.

Hasta que me inscribí a un medio maratón inspirado por Murakami (lo escribe tan sencillo).

Luego de un sufrimiento inenarrable de dos horas y media crucé la línea de meta. Puedo decirles que es una experiencia sin igual. Se pone a prueba la mente y el cuerpo. Una narrativa interior donde ocurre muchas cosas y se revalúan los objetivos de la vida. Ya saben. Correr es como la vida. Y en un medio maratón la mitad del camino es la alegría del evento y la otra es la pregunta por qué tengo que someterme a un sufrimiento extremo.

¿Qué me trajo hasta acá? En el fondo, el deseo de ganar como otros lo hacían. Error. Caí en un sesgo de supervivencia.

Terminé entre los cien últimos participantes. Mi vida de corredor estaba a la deriva. Había aplicado en el entrenamiento todos los métodos para conseguir un buen tiempo, un tiempo ganador. Yo había visto todo tan fácil y encantador con la suprema esperanza de triunfar. Los éxitos generan una mayor visibilidad en el día a día que los fracasos. Había caído en el sesgo de supervivencia, Esa lacra que sólo nos hace mirar la foto del exitoso de Instagram, del envidiable de Facebook. Sucumbí a una ilusión y omití lo más importante. La pequeña probabilidad de fracaso. Obvié que mi genética no ayudaría en absoluto. Mi altura y mi complexión. Di por sentado y enlacé factores de éxito como los absurdos de que, si hacía una cosa, resolvería otra como tal corredor. Pamplinas.

El sesgo de supervivencia es una falacia lógica en la cual sólo nos concentramos en los éxitos porque generan una mayor visibilidad en el día a día al contrario que los fracasos, esta falla en nuestro pensamiento sobrestima sistemáticamente la perspectiva de buenos resultados. Los éxitos generan una mejor publicidad: la foto final, la culminación del evento, el recuerdo del instante de gloria y así escuchamos hablar de los ganadores, aspiramos a tener lo que tienen.

Es un fenómeno que ocurre cuando se analizan datos y se basan las conclusiones en aquellos casos que han sobrevivido a algún evento o proceso, ignorando aquellos que no lo han hecho. Miramos el atajo, no el camino largo. Es más prometedor equipararse con el corredor que gana que con los quinientos que pierden.

Ignoramos lo minúscula que es la probabilidad de éxito y los diversos factores para triunfar, por ejemplo, detrás de cada escritor de éxito se ocultan cien más cuyos libros no se venden. Y detrás de estos, otros cien que no han encontrado editorial. Y detrás de esos, cientos con un manuscrito en el cajón. Pero nosotros solo oímos hablar de los triunfadores e ignoramos lo improbable que resulta el éxito literario.

El sesgo de sobrevivencia se puede entender fácilmente. Imagine que un corredor quiere ganar una carrera, y revisa el rendimiento histórico de un grupo corredores de elite. Si se basa únicamente en los ganadores que han sobrevivido en las competencias, entonces está ignorando todas aquellas personas que han llegado del segundo lugar para abajo. Analizamos sólo una muestra parcial de la realidad, de la población, pero de los casos de éxito. Ignorar el montón de todos nuestros proyectos fracasados suele ser un error en el que nos volcamos a menudo.

Miles de jóvenes se arrastran por el deseo de la fama y de la moda. Y las grandes corporaciones necesitan que sigamos creyendo que el éxito está después de leer un libro de autoayuda o luego de ingerir una cápsula para mejorar la salud.

El sesgo de sobrevivencia es un fenómeno común, amplificado por las redes y los medios de comunicación que afecta el análisis de datos en una amplia variedad de campos. Puede llevar a conclusiones incorrectas y decisiones equivocadas si no se aborda de manera adecuada. Es importante tener en cuenta toda la población al realizar análisis y mitigar el sesgo de sobrevivencia para obtener resultados precisos y confiables o por lo menos reales.

Sigo corriendo a menudo, y cada que surge una idea que huele a éxito, visito las tumbas de los proyectos, carreras, libros que en su día prometían mucho. Un paseo triste pero saludable.

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